Mariano Buscaglia, gran maestre de Ediciones Ignotas, gestionó una hazaña pequeña pero heroica: reeditó “Primer mensaje extraplanetario”, una obra casi desconocida firmada por Franck G. Robertson que publicó la editorial BO-SI, Buenos Aires, en el año 1956.
Este libro, que se lee de un tirón, tiene varios atractivos: 1) es un incunable: hojear sus páginas, seis décadas después de haber sido publicada por primera vez, es un privilegio; 2) enseña cómo funcionaba el relato de la invasión “extraplanetaria” a mediados del siglo pasado, cuando la mitología ovni aún no había desplegado sus alas y las grandes epopeyas ufológicas no habían sido registradas y 3) el tal Franck G. Robertson podría ser el seudónimo de los fundadores del espiritismo platillista argentino.
Hace un año devoré “Jauría” (Negro Absoluto, 2018), ópera prima de Fernando Chulak ambientada en Villa Epecuén; en el marco de ese caserío fantasma, Fonseca, un hombre que sigue rutinas indescifrables, permanece cautivo en una casa vigilada por una jauría de dogos, escoltado por Sergio, un tipo poco expansivo y solitario.
Las acciones del sujeto que mantiene a Fonseca encerrado, una suerte de mercenario que dispone de la víctima con pasmosa bonhomía, pasan de la imaginable cotidianeidad de una situación de secuestro a nuevos acontecimientos que generan un trepidante bucle de extrañeza y desconfianza sobre su verdadera misión, que crecen hasta explotar.
En “Jauría”, el perfil de los personajes, el ritmo del relato y la suma escalonada de enigmas envuelven al lector en una trama sombría, tortuosa y apasionante.
No bien terminé de leer “Primer mensaje extraplanetario” (Ediciones Ignotas, 2019) no pude evitar la comparación, habiendo, desde luego, un abismo entre la exquisita construcción narrativa de Chulak y la, por momentos, desoladora orfandad creativa de Robertson. Aun así, la ficción recuperada por Ediciones Ignotas es maravillosa. Si el talento y la imaginación no sobran en la composición de la intriga, alcanzan para saber cómo un autor pensaba, a mediados de los años cincuenta, un escenario de invasión utilizando como “embajador extraplanetario” a un jubilado argentino a quien de un día para otro se le acaba la paz.
La novela comienza con una carta del autor, un periodista, al lector, a quien advierte que el protagonista de la historia, un perito mercantil retirado que usó sus ahorros de toda su vida para refugiarse en una granja rural, «aún vive» (es decir, aún vivía en el momento de la publicación). “Suelo verle con alguna frecuencia y puedo dar fe de su perfecta normalidad mental”, escribe. Inmediatamente, revela que una madrugada de 1955, sin preaviso, el hombre es asaltado por unas criaturas de baja estatura, ostensiblemente peligrosas, que trastocan su existencia y convierten a su residencia en una base de operaciones de seres de otro planeta a lo largo de una odisea de 37 días de duración. El dueño de la hacienda “invadida” es un hombre como tantos, temeroso, un poco egoísta y con una vaga noción sobre la existencia de los platos voladores, cuyas noticias asolaban en todo el mundo, a quien el jefe de los intrusos, el comandante Jroh, le delega la responsabilidad de dar a conocer el más trascendental mensaje a la humanidad.
El periodista ayuda al contactado a transmitir una serie de hechos dramáticos –algunos involuntariamente risueños, otros horribles– que ha puesto en jaque el futuro del planeta.
Al modo de “El día que paralizaron la Tierra” (R. Wise, 1951), en el cine, al de Flash Gordon o Perry Curtis, en la historieta, o a la usanza de contactados contemporáneos como George Adamski o Daniel Fry, en el mundo real, el protagonista es intimidado por seres que se jactan de su alto poder tecnológico y lo demuestran pulverizando cosas. A él no le queda otro remedio que aceptar la misión de advertir a la Tierra el cese de pruebas atómicas que “han puesto en peligro la integridad de los mundos habitados”. Las consecuencias no se harían esperar: el incumplimiento del pedido será seguido de la destrucción del planeta.
Hay en la novela descripciones que aparecen por primera y única vez en la narrativa extraterrestre, como la denominación “extraplanetarios” (en tiempos en que eran de uso corriente visitantes interplanetarios, seres de otros mundos, uránidas, naves espaciales y hasta ovis –esta última resultado de la traducción literal del inglés ufo), la transmutación del plástico en materia viva y, quizá, el círculo rojo brillante de unos siete centímetros de diámetro en el centro del pecho de las entidades.
Otros ingredientes dan una acabada idea de que existe un continuum entre las más tempranas obras artísticas inspiradas en la mitología de la invasión marciana y los eventos que constituyen la llamada ufología real: seres de baja estatura y ojos grandes, su saludo consistente en levantar la mano derecha, la rápida adaptación a la atmósfera terrestre (reflejada en la gradual inutilidad de la escafandra, por entonces “escafandro”), el uso de enterizos pegados al cuerpo “como una segunda piel”, armas desintegradoras, círculos de vegetación chamuscada en el sitio del aterrizaje, animales muertos en circunstancias misteriosas, abducciones que terminan mostrando el planeta de los alienígenas a través de una claraboya, testigos “elegidos”, El Gran Consejo Extraplanetario o similares, la interpretación según la cual los visitantes son emisarios satánicos, la mezcla de escepticismo e incomprensión de las autoridades y otros clisé que viendo las circunstancias vamos a ahorrar so pena de ser defenestrados por espoilear la obra.
Un párrafo sobre su calidad literaria. En más de una ocasión maldije al autor por crear situaciones inverosímiles, como unos invasores que se la pasan empujando al protagonista, la inadmisible visita que recibió de sus nietos o la inaudita desaparición del periodista, pero el carácter ambivalente y las distintas personalidades de los extraplanetarios Jroh, Akci, Ram y el anciano, así como la brusquedad de ciertas acciones, dotan a la novela de singularidad. Como cuando una chica nos atrae pero no nos termina de convencer: interesante.
Pero, por favor, a no quedarse con eso: esta novela no es una joya, es diamante en bruto. Fue escrita cuando la gran historia contemporánea de los extraterrestres aún estaba por escribirse. Si bien su argumento es simple, está colmado de detalles deliciosos para quienes estudiamos –y/o disfrutamos– de los relatos de encuentros con extraterrestres en los albores del platillismo.
EL ENIGMÁTICO SR. ROBERTSON
A lo largo de más de cuarenta años de interés continuo por el asunto no busqué “Primer mensaje extraplanetario. ¿Invadirán la Tierra extraños seres de otros planetas?” por una sencilla razón: ignoraba redondamente su existencia; de hecho, Ediciones Ignotas ha preservado la belleza rústica del original ilustrado.
La reedición fue posible gracias al ejemplar recuperado por el mexicano Adrián Segundo González, quien facilitó las imágenes que permitieron su restauración y reproducción facsimilar de la edición publicada por la editorial BO-SI en 1956.
En una introducción que resume y contextualiza los primeros años de la literatura argentina sobre los platos voladores, Christian Vallini Lawson y Mariano Buscaglia se preguntan por la real identidad de Franck G. Robertson, que es un evidente seudónimo por 1) el error gramatical (la abreviatura del apodo “Franck” se escribe Frank) y 2) en la incipiente ciencia ficción era habitual utilizar nicks en inglés o francés, pese a que las aventuras transcurran, como en este caso, en Merlo, provincia de Buenos Aires.
En los años 50, la editorial BO-SI, a cargo de Helvio Botana (uno de los hijos del célebre empresario periodístico Natalio Félix Botana), solía reimprimir manuales técnicos escritos por Jorge Duclout, quien –recuerdan los autores del prólogo, citando mi investigación (1)– fue, junto con su hermano Napy, coautor de “Origen, estructura y destino de los Platos Voladores” (de ahora en más, OEDPV) (1953, 1954). Entre los manuales de los Duclout reimpresos por BO-SI había varios firmados por Franck G. Robertson.
Por su parte, el sello de los hermanos Duclout, Editorial Jorge A. Duclout, tenía una colección destinada a “Novelas Científicas”, que incluyó la obra “El interplanetario atómico” (1945). El libro estaba firmado por un tal Alberto Brun, donde “Alberto” era el segundo nombre de Jorge y “Brun” su apellido materno. El argumento giraba en torno al tópico de la época: “la milagrería atómica como revolucionaria forma de energía” (p. III). Si bien era común el uso de seudónimos, en el caso de los Duclout estaba más justificado: en OEDPV los hechos relatados no se enmarcaban en la categoría “Novela Científica” sino en el “Realismo Fantástico” que se iba a dar a conocer, tres lustros después, en la Francia de “El Retorno de los Brujos” y la revista Planeta: las peripecias de los Duclout, al frente de un grupo espiritista que incorpora en trance al espíritu un “Ingeniero de talento” quien, a su vez, contacta con el piloto de un plato volador de Ganímedes. Las circunstancias que se desarrollan durante las sesiones mediúmnicas y los hechos posteriores al encuentro (en el anexo publicado en la reedición de 1954) son descriptas como hechos genuinos, aparentemente despojados de fantasías y ornamentos literarios.
En 1952, el piloto del plato anuncia a los Duclout que, para demostrar su existencia, sobrevolará, en dos años, la ciudad de Buenos Aires. Así, los hermanos autoeditan el libro y hacen el anuncio a la prensa, que espera la llegada de los visitantes para la madrugada del 6 al 7 septiembre de 1954. Por su parte, una comitiva liderada por los Duclout y secundada por un grupo de periodistas emprende la ascensión hasta la azotea del Kavanagh, entonces el edificio más alto de Buenos Aires. Esa noche ven algo.
¿Por qué el uso del seudónimo es otro indicio de la posible autoría de Jorge, Napy Duclout o de ambos? Porque si OEDPV pretende relatar un auténtico suceso ufológico (que, por cierto, fue el primer gran hecho relacionado con el tema difundido en la Argentina), el carácter novelesco de “Primer mensaje…” es más que evidente. Un segundo libro de ciencia ficción, entonces, echaría una sombra de duda sobre el anterior, motivo suficiente para resguardar la identidad de los autores.
“Dado el antecedente literario con el que contaban los hermanos Duclout, escriben Lawson y Buscaglia, sus manuales técnicos, su famoso libro sobre ufología y la novela de ciencia ficción que publicaron, no es aventurado arriesgar que el autor de este libro fuese alguno (o por qué no los dos) de los Duclout. Primer Mensaje sería el híbrido perfecto entre El interplanetario atómico y Origen, estructura y destino, donde la técnica y el mensaje pacifista en boca de los extraterrestres se difunden a través de la novelización”.
Probablemente estén en lo cierto. Más porque encontré otra coincidencia curiosa, más cerca del guiño que del hecho fortuito: el primer encuentro del protagonista de la novela de Robertson con los extraplanetarios ocurre en la madrugada del 6 al 7 septiembre de 1955, justo cuando se cumplía el primer aniversario del avistamiento previa cita de los hermanos Duclout en la terraza del Kavanagh.
OTRAS POSIBLES INSPIRACIONES
El más claro antecedente argentino de “Primer Mensaje…” es “Yo estuve en un plato volador”, firmado por un tal Gastón Lenormand (Ediciones MEM, Bs.As, 1955), falsa traducción del inexistente original en francés “J’Ai Voyage en Soucope Volante”. Lenormand era, según me reveló el periodista Ricardo Propato en 1984, uno de los seudónimos del periodista Eliseo Castiñeira de Dios solía usar en los años 50 en revistas como Ahora y Autoclub (2).
Aquel libro estaba dividido en dos partes, una cuyo primer capítulo tiene casi el mismo título de la bajada de “Primer Mensaje…” (“¿Nos invadirán desde otros planetas?”), que desarrolla una historia periodística (penosamente escrita y basada en recortes de prensa) sobre las incursiones de los platos voladores en la Tierra, y otra testimonial, con un estilo literario y ritmo novelesco, que es la que le da nombre al libro: las aventuras del políglota explorador Pierre D’Haberau, quien durante una excursión a través del Himalaya fue reclutado por devotos del Dalai Lama que le encargaron oficiar de intérprete de cinco marcianos a quienes mantenían secuestrados en un templo del Potala.
Tal como advierten Lawson y Buscaglia, en ambas novelas los humanoides son de contextura fuerte y de pequeña estatura. Pero aquí se acaban las similitudes: los marcianos Kigg, Kugg, Kagg, Kogg y Kegg del libro de Lenormand duermen acurrucados como las momias aymaraes, tienen unos ojos felinos que escrutan la oscuridad y realizan proezas paranormales, como levitar. La aventura tampoco se parece mucho: los seres no son invasores ambivalentes sino víctimas de una secta budista que se quiere quedar con sus secretos, y D’Haberau pasa de ser cómplice de los sectarios a salvador de los marcianos.
Quizás, para encontrar más paralelismos, es necesario buscar en la tradición anglosajona y repasar a fondo las fuentes de «Origen, estructura y destino de los Platos Voladores». Pero bienvenida la cita de los prologuistas a la despampanante historia de D’Haberau para pensar en otra nota o, mejor aún, en un nuevo diamante en bruto para Ediciones Ignotas. Que tiene cuerda para rato: quedan muchos arcanos por exorcizar.
REFERENCIAS
1) Agostinelli, Alejandro; “Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina” (Ed. Sudamericana, 2009).
2) En Guía Biográfica de la Ufología Argentina (Cefai Ediciones, 2000), R. Banchs coincide con que Eliseo Castiñeira de Dios escribió “Yo estuve en un plato volador”, pero agrega que lo hizo junto al periodista (Juan) Andrés Cuello Freyre. El segundo, probablemente, develaría la autoría de la primera parte.
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